Él era caballero de Malta, Nobleza de Cataluña, Santo Sepulcro y Santo Cáliz de Valencia.
Había acudido a su boda vestido con el uniforme de Santo Sepulcro. Cuando Manuel de la Sierra conoce a la marquesa, él no es más que un oscuro funcionario de la embajada americana. Su ascenso social comienza el mismo día en el que se pone el disfraz de Santo Sepulcro para contraer matrimonio con una Urquijo, cuya familia era rica desde mediados del siglo XIX. Uno de los momentos más altos de ese ascenso se produce, paradójicamente, el día de su funeral: frente a su féretro desfilaron, entre otros, los baroneses de Gotor, el embajador de Estados Unidos, el de Egipto, así como Carlos Arias Navarro, Gregorio López Bravo, Enrique de la Mata, Antonio Garrigues Walker y Joaquín Satrústegui.
El tratamiento de marqués le venía por su esposa, María Lourdes de Urquijo, la qual mostraba al andar una cojera suave: más que un defecto parecía una nostalgia de pasadas dificultades psicomotoras.
Era menuda, y tan débil que carecía de fuerzas para abrir algunas puertas de la casa. Además, tenía frecuentes jaquecas y por lo que hablaba poco. Cuando se entregaba a esta clase de suplicio, tampoco soportaba que se hablara cerca de ella. Era miembro del Opus Dei.
El matrimonio vivía (¿o deberíamos decir residía?) en Somosaguas, una urbanización de lujo situada junto al parque de la Casa de Campo.
Miriam, la hija mayor, vivía separada de su marido Rafael Escobedo Alday, de 26 años, con quien se había casado dos años antes. Escobedo responde al modelo de joven desocupado, inestable, débil, sin un duro, y algo bebedor. Hijo de un abogado reconocido, había abandonado los estudios de Derecho y no se le conocía ninguna ocupación ni ningún interés por nada que no fuera estar junto a Miriam.
La boda no fue bien vista por los marqueses, sobre todo por el marqués: la marquesa vivía fuera de la realidad, entregada en cuerpo y alma a sus oraciones y migrañas, de manera que no tenía una idea muy cabal de lo que sucedía a su alrededor. Pero el marqués odiaba a Escobedo en quien quizá veía repetirse, como en un espejo, el braguetazo que él mismo había dado al casarse con María Lourdes unos años antes.
Miriam mantenía una relación sentimental con un tal Richard Denis Rew, al que todo el mundo acabó refiriéndose como el americano. El americano declararia durante el juicio que en EE.UU. había sido profesor de literatura, aunque más tarde se dedicó al negocio de venta de alarmas. Llegó a España con una compañía de productos químicos y conoció a Miriam en el verano del 77. Trabajaron juntos como vendedores de jabón en una empresa de venta piramidal a la que también perteneció Rafael Escobedo. Este tipo de empresas, en las que podía ganarse mucho dinero si uno lograba colocarse en la punta de la pirámide, era con frecuencia refugio de personas de clase media y alta que no habían logrado sacar adelante sus estudios, pero cuyas maneras resultaban útiles para seducir a la multitud de ingenuos que debían ocupar la base de la pirámide para que el negocio fuera rentable a los de arriba. Se trataba, en suma, de un juego en el que era preciso que muchos perdieran para que unos pocos ganaran el dinero que, si llegaba, era abundante y fácil. No obstante, en la época del crimen, Miriam y el americano son ya socios en una empresa de bisutería llamada Shock. ¿A quién se le ocurriría montar un negocio de joyas baratas con este nombre?
Juan, de 22 años que habría de heredar el título de marqués, era el hijo menor de los Urquijo.
Vicente Díaz, el mayordomo, un sujeto inverosímil y ambiguo al que le encantaba salir en las revistas presumiendo de que conocía los secretos de la familia y la identidad de los verdaderos asesinos. Cuando sucedieron los hechos, estaba casado con la doncella de la mansión.
Diego Martínez Herrera, el administrador, gestionaba el patrimonio de los marqueses desde hacía treinta años. Aunque no vivía en Somosaguas, tenía allí un despacho y una pequeña habitación. Según el mayordomo, mantenía con el marqués, de quien había sido amigo en la juventud, unas relaciones sadomasoquistas. Se trata de un personaje singular, que se pliega sin ninguna dificultad al estereotipo de hábil manipulador de testamentos y voluntades. Se dijo de él que había modificado el testamento de los marqueses para incluir a Miriam, que habría sido desheredada al casarse con Rafael Escobedo, pero nada de esto se probó. Es cierto que quienes lanzaron tales acusaciones fueron el mayordomo y Escobedo, cuyas declaraciones no son muy fiables.
Según la policía, Rafael Escobedo Alday era «un joven con una personalidad obsesiva, de reacciones raras, que ha estado sometido varias veces a tratamiento psiquiátrico y que ha sufrido unas relaciones no normales en su matrimonio».
La detención
Los marqueses, que dormían en habitaciones separadas, fueron asesinados
por un arma que entonces se calificó de femenina, quizá porque cabía en
un bolso de noche o porque, en lugar de eructar, gemía. El marqués
recibió el aliento de uno de estos gemidos en la nuca; la marquesa
necesitó dos: uno en el cuello y otro en la boca.
Los cadáveres fueron encontrados sobre sus
respectivas camas el viernes 1 de agosto de 1980. Según las primeras impresiones, los asesinos habían penetrado
en la vivienda abriendo un boquete en la puerta de cristal por la que se
accedía a la zona cubierta de la piscina. Desde allí alcanzaron una
segunda puerta que agujerearon con un soplete para tener acceso a la
llave, que solía estar puesta del otro lado. Superados estos
obstáculos, sólo había que subir al segundo piso, donde dormían las
víctimas.
El marqués no llegó a despertarse. La marquesa, sin embargo, tuvo unos segundos para arrepentirse de sus pecados, pues el asesino tropezó con un mueble y se le disparó la pistola. Al incorporarse para ver qué pasaba recibió un proyectil en la boca, e inmediatamente fue rematada con otro que atravesó su cuello en dirección ascendente, hasta alcanzar el cerebro. La munición era del 22, así que sólo mataba de cerca. La servidumbre estaba de permiso, excepto una cocinera negra que pernoctaba en el piso de abajo y no escuchó ningún ruido. También había en la casa un caniche, Boli, que no ladró.
El marqués no llegó a despertarse. La marquesa, sin embargo, tuvo unos segundos para arrepentirse de sus pecados, pues el asesino tropezó con un mueble y se le disparó la pistola. Al incorporarse para ver qué pasaba recibió un proyectil en la boca, e inmediatamente fue rematada con otro que atravesó su cuello en dirección ascendente, hasta alcanzar el cerebro. La munición era del 22, así que sólo mataba de cerca. La servidumbre estaba de permiso, excepto una cocinera negra que pernoctaba en el piso de abajo y no escuchó ningún ruido. También había en la casa un caniche, Boli, que no ladró.
Por otra parte, el crimen no había sido acompañado de robo ni de ningún
otro tipo de violencia, por lo que a primera vista el único móvil
razonable era el de la herencia. Los herederos, Juan y Miriam, respondían al estereotipo de gente ambigua, astuta, y permanentemente
humillada por un padre al que al principio se calificó de ahorrativo (en
el enorme jardín de la mansión sólo había una farola), aunque por lo
que luego se fue viendo era simplemente un tacaño. Según el mayordomo, el marqués no les daba dinero ni para ropa,
de manera que eran conocidos en los ambientes de su entorno como «los
pobres».
El hijo menor de los Urquijo llegó esa misma mañana desde Londres.
Miriam vivía en la calle Orense de Madrid y fue avisada cuando se descubrieron los cadáveres.
El hijo menor de los Urquijo llegó esa misma mañana desde Londres.
Miriam vivía en la calle Orense de Madrid y fue avisada cuando se descubrieron los cadáveres.
A los nueve meses del crimen es detenido como
presunto autor del doble asesinato Rafael Escobedo Alday, quien en una
primera confesión se autoinculpa. La detención se llevó a cabo en la
finca que su familia tenía en Cuenca, adonde se había retirado con el
propósito de montar un criadero de cerdos. Según las informaciones policiales, el
asunto se resolvió muy pronto, aunque la detención se retrasó por falta
de pruebas. Éstas fueron finalmente halladas en la mencionada finca de
la familia de Escobedo, donde los investigadores, en un trabajo casi
arqueológico, encontraron casquillos de bala muy parecidos a los de
aquellas que habían matado a los marqueses. Se averiguó asimismo que el
padre de Rafael tenía en su colección de armas una del calibre 22 como
la que había sido utilizada para el crimen, aunque no fue encontrada
porque según su propietario se la había vendido a un militar en 1947.
En versiones posteriores el acusado aseguró haber vendido esa pistola a
Juan de la Sierra, su cuñado, por 200.000 pesetas. Rafael afirmó que
había matado a sus suegros por considerarles culpables de su fracaso
matrimonial. Confesó también que el día antes del crimen había comprado
un rollo de esparadrapo para pegar a la puerta de la piscina y que los
cristales no hicieran ruido al caer, así como un martillo, un soplete,
una linterna y unos guantes. Se negó sin embargo a decir dónde había
adquirido estos utensilios y qué había hecho con la pistola tras el
crimen. Tampoco quiso delatar a sus cómplices.
Tanto Juan de la Sierra como su hermana
habían descartado en los interrogatorio la posibilidad de que el asesino
fuera Rafael, cuyo matrimonio se había realizado en régimen de
separación de bienes, por lo que no podía aspirar a recibir ningún
beneficio de la herencia. Por otra parte, el inculpado había dormido
más de una vez en el chalé de Sornosaguas después del crimen, pues
continuaba viéndose con el hijo de las víctimas, con quien mantenía una
intensa amistad desde los tiempos de la facultad de Derecho, donde se
habían conocido.
Se hizo cargo de la defensa el prestigioso
criminalista José María Stampa Braun, pero tendrán que pasar casi siete
meses para las primeras declaraciones
públicas de Escobedo en las que, desde la cárcel, se desdice de su
anterior confesión y se declara inocente. «Pronto aclararé ante el juez
todo lo relativo a la muerte de mis suegros», afirma como si conociera
lo ocurrido en el chalé de Somosaguas durante la madrugada del 1 de
agosto de 1980. En el auto de procesamiento se alude a «personas no
identificadas» con las que compartiría la responsabilidad del crimen.
En la Navidad del 81 Escobedo es internado
en el hospital para ser operado de un tumor alojado entre la arteria
aorta y el pulmón izquierdo. La operación parece grave y se especula
con la posibilidad de que frente al riesgo de muerte, Rafi se decida a
desvelar datos relacionados con el crimen, pero lo único que hace es
lanzar insinuaciones en una y otra dirección y advertir a la opinión
pública que teme ser víctima de una
conspiración. Escobedo
sale del hospital y regresa a la cárcel sin confesar nada
sobre el crimen.
El juicio
Y así llegamos al capítulo del juicio, en el
verano del 83, que se abre con la sorpresa de que la prueba principal,
los casquillos de bala encontrados en el dormitorio de los marqueses,
así como los hallados por la policía en la finca de los padres de Rafi,
han desaparecido del juzgado que tenía encargada su custodia. En
algunos medios se especula con la posibilidad de que la falta de esta
prueba provoque la suspensión del juicio. El proceso, sin embargo, sigue
adelante, lo que provoca graves enfrentamientos entre el presidente de
la sala y el abogado defensor. La petición fiscal
es de dos penas de treinta años, una por asesinato, con los agravantes
de nocturnidad, premeditación y alevosía. Cuando José María Stampa
Braun, que hizo una defensa ejemplar, se encuentra dictando a la
secretaria de la sala un informe en el que matiza y pone en cuestión la
prueba pericial llevada a cabo por la policía sobre los casquillos
desaparecidos, el presidente de
la sala le interrumpe señalando la
improcedencia de su actuación. A lo que responde el abogado:
–Si el minucioso informe de un abogado hecho
en defensa de alguien que se está jugando sesenta años de cárcel se
considera inoportuno, entonces yo, desde este momento, renuncio a la
defensa y dejo de ser abogado, porque no me interesa colaborar con la
justicia.
El público de la sala, que estaba claramente a
favor de Rafi, prorrumpió en aplausos y el presidente ordenó
desalojarla. Pocas veces en la historia de los tribunales un juicio
despertó tanto interés. Se formaban colas desde primeras horas de la
mañana para asistir a él y la sala estaba siempre a rebosar. El tono
novelesco, o quizá en este caso de serie de televisión, se reprodujo a
lo largo de la vista al comportarse el presidente de la sala como un
personaje de telefilm que tuviera aversión al acusado.
–Deje el acusado de contar comedias –dice con tono agrio a Rafi en un momento en que está declarando.
–Si el presidente cree que esto es una
comedia –responde Stampa Braun–, yo abandono inmediatamente la defensa.
En todo caso, sería un drama.
–Pertenece al mismo género literario –insiste el presidente de
la sala.
Estamos a finales de junio y la tensión
crece, con el calor, en el interior de una sala abarrotada de público y
enfervorizada con el acusado, a quien se considera vagamente el chivo
expiatorio de los manejos criminales de la alta sociedad madrileña. La
imagen que la prueba psiquiátrica arroja de Rafi (ya se le cita así
habitualmente) es la de una persona inmadura y débil; sin embargo, se va
creciendo a lo largo del juicio y es el encargado de dar ánimos a su
familia. y mientras Rafi va convirtiéndose en un personaje real, capaz
de conmover a las personas reales, las situaciones novelescas se repiten
de nuevo. Así, por ejemplo, a estas alturas nos enteramos, por una
declaración de los médicos forenses, de que los cuerpos de los Urquijo
habían sido lavados con agua caliente, haciendo desaparecer de ellos los
restos de pólvora en los orificios de las balas, antes de que la
policía y el juez llegaran al escenario del crimen. «Evidentemente
-añade uno de los expertos- esto no es normal en la práctica de la
medicina forense. Es como si alguien intentase ocultar algo». La prueba pericial de balística solicitada por
el abogado defensor y aceptada por la sala se encargaría de poner en
entredicho también la aportada por la policía.
Por lo demás, el juicio fue un desfile de
personajes irreales, pues a los ya conocidos, que acentúan frente al
tribunal sus rasgos caricaturescos, aparecen en escena dos amigos
íntimos de Escobedo:
Javier Anastasio, que reconoce haber arrojado
a un pantano el arma del crimen, que le había entregado previamente
Escobedo, y un tal Mauricio López Robert, marqués de Torrehermosa: lo
que faltaba, otro marqués, éste pasado por alcohol, que sería condenado a
diez años por encubridor. A López Robert, además de alcohólico, se le
considera insolvente, o sea, un marqués borracho y arruinado para que a
la historia no le faltara ningún tópico. Javier Anastasio huyó de España
y, según un artículo de Maruja Torres en El País, «ahora anda con una brasileña triscando por el Amazonas».
El mayordomo, que no
abandonó la casa hasta diez meses después del crimen, ignoramos si
porque se fue él o porque le echó el nuevo marqués. Su intervención en
el juicio provocó carcajadas entre los asistentes y durante algún
tiempo su imagen fue agonizando por revistas y programas marginales de
televisión.
Finalmente, el lunes 4 de julio quedó visto
para sentencia un juicio aparentemente lleno de irregularidades.
La sentencia
Escobedo fue condenado a 53 años por el
asesinato de los marqueses de Urquijo. La sentencia pareció excesiva al
público en general y el propio Rafi confesó que nunca pensó que iba a
ser condenado. Un mes más tarde, coincidiendo con el tercer aniversario
del crimen, José Yoldi entrevistaba en la cárcel para EL País
a Rafi, quien afirmó que el caso de los Urquijo escondía negocios
turbios, «llegando incluso al tráfico de drogas». Para darle
verosimilitud a esta nueva versión insinúa que un presidiario que había
pertenecido a la ETA, un tal Korkala, le dio algunos datos que no podía
probar. La novela barata de crímenes, totalmente desquiciada ya, se
desvía hacia el género de espías. Pero su protagonista no abandona por
eso su penosa marcha hacia la realidad. Según José Yoldi, Rafi está
visiblemente flaco por culpa de una huelga de hambre y se presenta a la
entrevista sin afeitar. A la pregunta de qué le hicieron para que
tuviera que autoinculparse del asesinato responde: «¿Tú sabes lo que es
que te tengan dos días de pie, con luz eléctrica, sin sentarte y sin
beber agua? Eso sí, me dejaron fumar, pero el que me dieran un trato
casi exquisito, como se ha llegado a decir en el juicio, es vergonzoso.
Estuve sin beber y llegó un momento en que la boca la tenía como un
corcho ... ».
No obstante, Rafi confía aún en que el
Supremo alivie su condena, pero la vida es dura y en mayo del 84, casi
un año después, la Sala Segunda del Tribunal Supremo confirma la
sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid. Ya no hay esperanza.
Durante algún tiempo la prensa gotea intermitentemente algunas notas
sobre el caso, relacionadas sobre todo con personajes menores tipo
Anastasio o López Robert.
El suicidio: Rafi, quizá consciente de que la única línea gruesa del argumento que todavía permanecía en la memoria de la gente era él, se quitó de en medio en julio del 88, a los 33 años, sin dejar ninguna carta que aclarara los extremos nunca despejados del crimen. Por entonces se encontraba en el penal del Dueso (Cantabria); desde su celda se veía el campo y se presentía el mar. Era un buen lugar para cumplir condena a condición de que uno hubiera alcanzado alguna clase de acuerdo consigo mismo. Pero Rafi era a esas alturas un heroinómano en avanzado estado de autodestrucción. Unos días antes de que apareciera colgado de los barrotes de su celda, pudimos verle en el programa de televisión El perro verde, donde describió a Jesús Quintero lo que era despertarse cada mañana con la resaca de las drogas y del tabaco del día anterior, y sin ninguna esperanza en el futuro. Estaba harto ya de la realidad y dejó entrever que podía quitarse de en medio en cualquier momento.
Por entonces, Miriam y
Dick se habían casado y vivían en un chalé de una urbanización de lujo,
La Moraleja, que habían comprado pocos meses después de la muerte de
los marqueses por veinte millones.
Una de las cosas que más llaman la atención cuando se repasa esta historia es lo barata que estaba la vivienda en Madrid, aún no había empezado a aflorar el dinero negro de las fortunas del franquismo, que poco después multiplicaría el precio de las casas, así que Miriam y Dick hicieron una excelente inversión.
Juan de la Siena se convirtió en el sexto marqués de Urquijo y se hizo cargo de los negocios de su padre, que dirigía desde el chalé del crimen, en Somosaguas; ignoramos si con el marquesado heredó también los títulos de Santo Sepulcro, Nobleza de Cataluña, Caballero de Malta y Santo Cáliz de Valencia.
El administrador se retiró a la localidad gaditana de Barbate, desde donde hizo unas declaraciones muy agresivas contra Rafi después de que éste se suicidara.
Al mayordomo, tras una breve fama televisiva adquirida en los programas más zarrapastrosos de la época, se lo tragó la tierra.
En cuanto a Boli, el caniche que no ladró porque era oligofrénico, su rastro se había perdido mucho antes, a los pocos días del crimen.
Una de las cosas que más llaman la atención cuando se repasa esta historia es lo barata que estaba la vivienda en Madrid, aún no había empezado a aflorar el dinero negro de las fortunas del franquismo, que poco después multiplicaría el precio de las casas, así que Miriam y Dick hicieron una excelente inversión.
Juan de la Siena se convirtió en el sexto marqués de Urquijo y se hizo cargo de los negocios de su padre, que dirigía desde el chalé del crimen, en Somosaguas; ignoramos si con el marquesado heredó también los títulos de Santo Sepulcro, Nobleza de Cataluña, Caballero de Malta y Santo Cáliz de Valencia.
El administrador se retiró a la localidad gaditana de Barbate, desde donde hizo unas declaraciones muy agresivas contra Rafi después de que éste se suicidara.
Al mayordomo, tras una breve fama televisiva adquirida en los programas más zarrapastrosos de la época, se lo tragó la tierra.
En cuanto a Boli, el caniche que no ladró porque era oligofrénico, su rastro se había perdido mucho antes, a los pocos días del crimen.
Rafi era dueño en el momento de morir de un
conjunto de cartas, que guardaba en cajas de cartón, y de un canario. En
una especie de testamento sin valor legal dejó todas sus pertenencias a
un preso del que se había hecho amigo y a un periodista. No consta
quién de los dos se quedó con el canario.
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