lunes, 21 de agosto de 2017

CASO RESUELTO, PERO MISTERIO SIN RESOLVER...


 Él era caballero de Malta, Nobleza de Cataluña, Santo Sepulcro y San­to Cáliz de Valencia.
 Había acudido a su bo­da vestido con el uniforme de Santo Sepulcro. Cuando Manuel de la Sierra conoce a la marquesa, él no es más que un oscuro funcionario de la embajada americana. Su ascenso so­cial comienza el mismo día en el que se pone el disfraz de Santo Se­pulcro para contraer matrimonio con una Urquijo, cuya familia era rica desde mediados del siglo XIX. Uno de los momentos más altos de ese ascenso se produce, paradójicamente, el día de su funeral: frente a su féretro desfilaron, entre otros, los baroneses de Gotor, el embajador de Estados Unidos, el de Egipto, así como Carlos Arias Navarro, Gregorio López Bravo, Enrique de la Mata, Antonio Garri­gues Walker y Joaquín Satrústegui.
 El tratamien­to de marqués le venía por su esposa, María Lourdes de Urquijo, la qual mostraba al andar una cojera suave: más que un defecto parecía una nostalgia de pasadas dificul­tades psicomotoras.
 Era menuda, y tan débil que carecía de fuerzas para abrir algunas puertas de la casa. Además, tenía frecuentes ja­quecas y por lo que hablaba poco. Cuando se entregaba a esta clase de suplicio, tampoco soportaba que se hablara cerca de ella. Era miembro del  Opus Dei.
  El matri­monio vivía (¿o deberíamos decir residía?) en Somosaguas, una urbanización de lujo situada junto al parque de la Casa de Campo.
  Miriam, la hija mayor, vivía separada de su marido Rafael Escobedo Alday, de 26 años, con quien se había casado dos años antes. Escobedo responde al modelo de joven desocupado, ines­table, débil, sin un duro, y algo bebedor. Hijo de un abogado reco­nocido, había abandonado los estudios de Derecho y no se le cono­cía ninguna ocupación ni ningún interés por nada que no fuera estar junto a Miriam.
  La boda no fue bien vista por los marque­ses, sobre todo por el marqués: la marquesa vivía fuera de la reali­dad, entregada en cuerpo y alma a sus oraciones y migrañas, de manera que no tenía una idea muy cabal de lo que sucedía a su alrededor. Pero el marqués odiaba a Escobedo en quien quizá veía re­petirse, como en un espejo, el braguetazo que él mismo había dado al casarse con María Lourdes unos años antes.
  Miriam mantenía una relación sentimental con un tal Richard Denis Rew, al que todo el mundo acabó refiriéndose como el americano.  El americano declararia durante el juicio que en EE.UU. había sido profesor de literatura, aunque más tarde se dedicó al negocio de venta de alarmas. Llegó a España con una compañía de productos químicos y conoció a Miriam en el verano del 77. Trabajaron juntos co­mo vendedores de jabón en una empresa de venta piramidal a la que también perteneció Rafael Escobedo. Este tipo de empresas, en las que podía ganarse mucho dinero si uno lograba colocarse en la pun­ta de la pirámide, era con frecuencia refugio de personas de clase media y alta que no habían logrado sacar adelante sus estudios, pe­ro cuyas maneras resultaban útiles para seducir a la multitud de in­genuos que debían ocupar la base de la pirámide para que el nego­cio fuera rentable a los de arriba. Se trataba, en suma, de un juego en el que era preciso que muchos perdieran para que unos pocos ga­naran el dinero que, si llegaba, era abundante y fácil. No obstante, en la época del crimen, Miriam y el americano son ya socios en una empresa de bisutería llamada Shock. ¿A quién se le ocurriría montar un negocio de joyas baratas con este nombre?
  Juan, de 22 años que habría de heredar el título de marqués, era el hijo menor de los Urquijo.
 Vicente Díaz, el mayordomo, un sujeto inverosímil y ambiguo al que le encantaba salir en las revistas presumiendo de que conocía los secretos de la fa­milia y la identidad de los verdaderos asesinos. Cuando sucedieron los hechos, estaba casado con la doncella de la mansión.
 Diego Martínez Herrera, el administrador, gestionaba el patrimonio de los marqueses desde hacía treinta años. Aunque no vivía en Somosaguas, tenía allí un despacho y una pequeña habita­ción. Según el mayordomo, mantenía con el marqués, de quien ha­bía sido amigo en la juventud, unas relaciones sadomasoquistas. Se trata de un personaje singular, que se pliega sin ninguna dificultad al estereotipo de hábil manipulador de testamentos y voluntades. Se dijo de él que había modificado el testamento de los marqueses para incluir a Miriam, que habría sido desheredada al casarse con Rafael Escobedo, pero nada de esto se probó. Es cierto que quienes lanzaron tales acusaciones fueron el mayordomo y Escobedo, cuyas declaraciones no son muy fiables.
  Según la policía, Rafael Escobedo Alday era «un jo­ven con una personalidad obsesiva, de reacciones raras, que ha esta­do sometido varias veces a tratamiento psiquiátrico y que ha sufrido unas relaciones no normales en su matrimonio».
La detención
      Los marqueses, que dormían en habitaciones separadas, fueron asesinados por un arma que entonces se calificó de femenina, quizá porque cabía en un bolso de noche o porque, en lugar de eructar, ge­mía. El marqués recibió el aliento de uno de estos gemidos en la nu­ca; la marquesa necesitó dos: uno en el cuello y otro en la boca.
      Los cadáveres fueron encontrados sobre sus respectivas camas el viernes 1 de agosto de 1980. Según las primeras impresiones, los asesinos habían penetrado en la vivienda abriendo un boquete en la puerta de cristal por la que se accedía a la zona cubierta de la piscina. Desde allí alcanzaron una segunda puerta que agujerearon con un soplete para tener acceso a la llave, que solía estar puesta del otro lado. Superados estos obs­táculos, sólo había que subir al segundo piso, donde dormían las víc­timas.
    El marqués no llegó a despertarse. La marquesa, sin embar­go, tuvo unos segundos para arrepentirse de sus pecados, pues el asesino tropezó con un mueble y se le disparó la pistola. Al incor­porarse para ver qué pasaba recibió un proyectil en la boca, e in­mediatamente fue rematada con otro que atravesó su cuello en di­rección ascendente, hasta alcanzar el cerebro. La munición era del 22, así que sólo mataba de cerca. La servidumbre estaba de permiso, ex­cepto una cocinera negra que pernoctaba en el piso de abajo y no es­cuchó ningún ruido. También había en la casa un caniche, Boli, que no ladró.
     Por otra parte, el crimen no había sido acompañado de robo ni de nin­gún otro tipo de violencia, por lo que a primera vista el único móvil razonable era el de la herencia. Los herederos, Juan y Miriam, respondían al estereotipo de gente ambigua, astuta, y per­manentemente humillada por un padre al que al principio se calificó de ahorrativo (en el enorme jardín de la mansión sólo había una fa­rola), aunque por lo que luego se fue viendo era simplemente un ta­caño. Según el mayordomo, el marqués no les daba dinero ni para ropa, de manera que eran conocidos en los ambientes de su entorno como «los pobres».
     El hijo menor de los Urquijo llegó esa misma mañana des­de Londres. 
    Miriam vivía en la calle Orense de Madrid y fue avisa­da cuando se descubrieron los cadáveres. 
     A los nueve meses del crimen es detenido como presunto autor del doble asesinato Rafael Escobedo Alday, quien en una primera confe­sión se autoinculpa. La detención se llevó a cabo en la finca que su familia tenía en Cuenca, adonde se había retirado con el propósito de montar un criadero de cerdos. Según las informaciones policiales, el asunto se re­solvió muy pronto, aunque la detención se retrasó por falta de prue­bas. Éstas fueron finalmente halladas en la mencionada finca de la familia de Escobedo, donde los investigadores, en un trabajo casi ar­queológico, encontraron casquillos de bala muy parecidos a los de aquellas que habían matado a los marqueses. Se averiguó asimismo que el padre de Rafael tenía en su colección de armas una del calibre 22 como la que había sido utilizada para el crimen, aunque no fue encontrada porque según su propietario se la había vendido a un mi­litar en 1947. En versiones posteriores el acusado aseguró haber ven­dido esa pistola a Juan de la Sierra, su cuñado, por 200.000 pesetas. Rafael afirmó que había matado a sus suegros por considerarles cul­pables de su fracaso matrimonial. Confesó también que el día antes del crimen había comprado un rollo de esparadrapo para pegar a la puerta de la piscina y que los cristales no hicieran ruido al caer, así como un martillo, un soplete, una linterna y unos guantes. Se negó sin embargo a decir dónde había adquirido estos utensilios y qué ha­bía hecho con la pistola tras el crimen. Tampoco quiso delatar a sus cómplices.
        Tanto Juan de la Sierra como su hermana habían descartado en los interrogatorio la posibilidad de que el asesino fuera Rafael, cu­yo matrimonio se había realizado en régimen de separación de bie­nes, por lo que no podía aspirar a recibir ningún beneficio de la he­rencia. Por otra parte, el inculpado había dormido más de una vez en el chalé de Sornosaguas después del crimen, pues continuaba viéndose con el hijo de las víctimas, con quien mantenía una intensa amistad desde los tiempos de la facultad de Derecho, donde se ha­bían conocido.
     Se hizo cargo de la defensa el prestigioso criminalista José María Stampa Braun, pero tendrán que pasar casi siete meses para las primeras declaraciones públicas de Escobedo en las que, desde la cárcel, se desdice de su anterior confesión y se declara inocente. «Pronto aclararé ante el juez todo lo relativo a la muerte de mis suegros», afirma como si conociera lo ocurrido en el chalé de Somosaguas durante la madrugada del 1 de agosto de 1980. En el auto de procesamiento se alude a «personas no identificadas» con las que compartiría la responsabilidad del crimen.
     En la Navidad del 81 Escobedo es interna­do en el hospital para ser operado de un tumor alojado entre la ar­teria aorta y el pulmón izquierdo. La operación parece grave y se es­pecula con la posibilidad de que frente al riesgo de muerte, Rafi se decida a desvelar datos relacionados con el crimen, pero lo único que hace es lanzar insinuaciones en una y otra dirección y advertir a la opinión pública que teme ser víctima de una conspiración. Escobedo sale del hospital y regresa a la cárcel sin confesar nada sobre el crimen.

El juicio

Y así llegamos al capítulo del juicio, en el verano del 83, que se abre con la sorpresa de que la prueba principal, los casquillos de ba­la encontrados en el dormitorio de los marqueses, así como los halla­dos por la policía en la finca de los padres de Rafi, han desaparecido del juzgado que tenía encargada su custodia. En algunos medios se especula con la posibilidad de que la falta de esta prueba provoque la suspensión del juicio. El proceso, sin embargo, sigue adelante, lo que provoca graves enfrentamientos entre el presidente de la sala y el abogado defensor. La petición fiscal es de dos penas de treinta años, una por asesinato, con los agravantes de nocturnidad, premeditación y alevosía. Cuando José María Stampa Braun, que hizo una defensa ejemplar, se encuentra dictando a la se­cretaria de la sala un informe en el que matiza y pone en cuestión la prueba pericial llevada a cabo por la policía sobre los casquillos de­saparecidos,  el presidente de la sala le interrumpe señalando la impro­cedencia de su actuación. A lo que responde el abogado:
–Si el minucioso informe de un abogado hecho en defensa de al­guien que se está jugando sesenta años de cárcel se considera inopor­tuno, entonces yo, desde este momento, renuncio a la defensa y dejo de ser abogado, porque no me interesa colaborar con la justicia.
El público de la sala, que estaba claramente a favor de Rafi, pro­rrumpió en aplausos y el presidente ordenó desalojarla. Pocas veces en la historia de los tribunales un juicio despertó tanto interés. Se formaban colas desde primeras horas de la mañana para asistir a él y la sala estaba siempre a rebosar. El tono novelesco, o quizá en es­te caso de serie de televisión, se reprodujo a lo largo de la vista al comportarse el presidente de la sala como un personaje de telefilm que tuviera aversión al acusado.
–Deje el acusado de contar comedias –dice con tono agrio a Rafi en un momento en que está declarando.
–Si el presidente cree que esto es una comedia –responde Stampa Braun–, yo abandono inmediatamente la defensa. En todo caso, se­ría un drama.
–Pertenece al mismo género literario –insiste el presidente de la sala.
Estamos a finales de junio y la tensión crece, con el calor, en el interior de una sala abarrotada de público y enfervorizada con el acusado, a quien se considera vagamente el chivo expiatorio de los manejos criminales de la alta sociedad madrileña. La imagen que la prueba psiquiátrica arroja de Rafi (ya se le cita así habitualmente) es la de una persona inmadura y débil; sin embargo, se va crecien­do a lo largo del juicio y es el encargado de dar ánimos a su familia. y mientras Rafi va convirtiéndose en un personaje real, capaz de conmover a las personas reales, las situaciones novelescas se repiten de nuevo. Así, por ejemplo, a estas alturas nos enteramos, por una declaración de los médicos forenses, de que los cuerpos de los Ur­quijo habían sido lavados con agua caliente, haciendo desaparecer de ellos los restos de pólvora en los orificios de las balas, antes de que la policía y el juez llegaran al escenario del crimen. «Evidente­mente -añade uno de los expertos- esto no es normal en la práctica de la medicina forense. Es como si alguien intentase ocultar algo». La prueba pericial de balística solicitada por el abogado defensor y aceptada por la sala se encargaría de poner en entredicho también la aportada por la policía.
Por lo demás, el juicio fue un desfile de personajes irreales, pues a los ya conocidos, que acentúan frente al tribunal sus rasgos ca­ricaturescos, aparecen en escena dos amigos íntimos de Escobedo:
Javier Anastasio, que reconoce haber arrojado a un pantano el arma del crimen, que le había entregado previamente Escobedo, y un tal Mauricio López Robert, marqués de Torrehermosa: lo que faltaba, otro marqués, éste pasado por alcohol, que sería condenado a diez años por encubridor. A López Robert, además de alcohólico, se le considera insolvente, o sea, un marqués borracho y arruinado para que a la historia no le faltara ningún tópico. Javier Anastasio huyó de España y, según un artículo de Maruja Torres en El País, «ahora anda con una brasileña triscando por el Amazonas».
El mayordomo, que no abandonó la casa has­ta diez meses después del crimen, ignoramos si porque se fue él o porque le echó el nuevo marqués. Su intervención en el juicio pro­vocó carcajadas entre los asistentes y durante algún tiempo su ima­gen fue agonizando por revistas y programas marginales de televi­sión.
Finalmente, el lunes 4 de julio quedó visto para sentencia un jui­cio aparentemente lleno de irregularidades.

La sentencia

Escobedo fue condenado a 53 años por el asesinato de los mar­queses de Urquijo. La sentencia pareció excesiva al público en gene­ral y el propio Rafi confesó que nunca pensó que iba a ser condena­do. Un mes más tarde, coincidiendo con el tercer aniversario del crimen, José Yoldi entrevistaba en la cárcel para EL País a Rafi, quien afirmó que el caso de los Urquijo escondía negocios turbios, «llegando incluso al tráfico de drogas». Para darle verosimilitud a esta nueva versión insinúa que un presidiario que había pertenecido a la ETA, un tal Korkala, le dio algunos datos que no podía probar. La novela barata de crímenes, totalmente desquiciada ya, se desvía hacia el género de espías. Pero su protagonista no abandona por eso su penosa marcha hacia la realidad. Según José Yoldi, Rafi está vi­siblemente flaco por culpa de una huelga de hambre y se presenta a la entrevista sin afeitar. A la pregunta de qué le hicieron para que tuviera que autoinculparse del asesinato responde: «¿Tú sabes lo que es que te tengan dos días de pie, con luz eléctrica, sin sentarte y sin beber agua? Eso sí, me dejaron fumar, pero el que me dieran un trato casi exquisito, como se ha llegado a decir en el juicio, es ver­gonzoso. Estuve sin beber y llegó un momento en que la boca la te­nía como un corcho ... ».
No obstante, Rafi confía aún en que el Supremo alivie su conde­na, pero la vida es dura y en mayo del 84, casi un año después, la Sala Segunda del Tribunal Supremo confirma la sentencia de la Au­diencia Provincial de Madrid. Ya no hay esperanza. Durante algún tiempo la prensa gotea intermitentemente algunas notas sobre el ca­so, relacionadas sobre todo con personajes menores tipo Anastasio o López Robert.

El suicidio: Rafi, quizá consciente de que la única línea gruesa del argumento que todavía permanecía en la memoria de la gente era él, se quitó de en medio en julio del 88, a los 33 años, sin dejar ninguna carta que aclarara los extremos nunca despejados del crimen. Por entonces se encontraba en el penal del Dueso (Cantabria); desde su celda se veía el campo y se presentía el mar. Era un buen lugar para cumplir con­dena a condición de que uno hubiera alcanzado alguna clase de acuerdo consigo mismo. Pero Rafi era a esas alturas un heroinómano en avanzado estado de autodestrucción. Unos días antes de que apa­reciera colgado de los barrotes de su celda, pudimos verle en el pro­grama de televisión El perro verde, donde describió a Jesús Quintero lo que era despertarse cada mañana con la resaca de las drogas y del tabaco del día anterior, y sin ninguna esperanza en el futuro. Estaba harto ya de la realidad y dejó entrever que podía quitarse de en medio en cualquier momento.

 Por entonces, Miriam y Dick se habían casa­do y vivían en un chalé de una urbanización de lujo, La Moraleja, que habían comprado pocos meses después de la muerte de los marque­ses por veinte millones.
      Una de las cosas que más llaman la atención cuando se repasa esta historia es lo barata que estaba la vivienda en Madrid, aún no había empezado a aflorar el dinero negro de las for­tunas del franquismo, que poco después multiplicaría el precio de las casas, así que Miriam y Dick hicieron una excelente inversión.
      Juan de la Siena se convirtió en el sexto marqués de Urquijo y se hizo car­go de los negocios de su padre, que dirigía desde el chalé del crimen, en Somosaguas; ignoramos si con el marquesado heredó también los títulos de Santo Sepulcro, Nobleza de Cataluña, Caballero de Malta y Santo Cáliz de Valencia.
      El administrador se retiró a la localidad gaditana de Barbate, desde donde hizo unas declaraciones muy agre­sivas contra Rafi después de que éste se suicidara.
      Al mayordomo, tras una breve fama televisiva adquirida en los programas más za­rrapastrosos de la época, se lo tragó la tierra.
      En cuanto a Boli, el ca­niche que no ladró porque era oligofrénico, su rastro se había perdi­do mucho antes, a los pocos días del crimen.
      Rafi era dueño en el momento de morir de un conjunto de cartas, que guardaba en cajas de cartón, y de un canario. En una especie de testamento sin valor legal dejó todas sus pertenencias a un preso del que se había hecho amigo y a un periodista. No consta quién de los dos se quedó con el canario.

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