Cuando Cataluña fue independiente poco más de diez horas
(El País)
Companys cometió equivocaciones al proclamar en 1934 la independencia
6 de octubre de 1934. La temperatura había llegado a
los 24 grados, y se había estabilizado en ese punto, no había ni rastro
de lluvias y el viento soplaba solo un poco y muy de cuando en cuando,
solo lo justo para proclamar que no era un fenómeno muerto de la
meteorología.
Y al president de la Generalitat, Lluís Companys,
apoyado por su Gobierno de ERC, le pareció que era el día más adecuado
para proclamar la independencia de Cataluña, para romper con la
República Española. Así que salió a un balcón del edificio que albergaba
a la Generalitat y se dirigió a la multitud que esperaba ansiosa sus
palabras en la plaza de Sant Jaume para darle un contundente mensaje:
“¡Catalanes! Las fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta
parte pretenden traicionar a la República, han logrado su objetivo y
han asaltado el poder (...) y los núcleos políticos que predican
constantemente el odio y la guerra a Cataluña constituyen hoy el soporte
de las actuales instituciones (...). Cataluña enarbola su bandera,
llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al
Gobierno de la Generalidad, que desde este momento rompe toda relación
con las instituciones falseadas. En esta hora solemne, en nombre del
pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del poder en Cataluña,
proclama el Estado Catalán de la República Federal Española, y al
establecer y fortificar la relación con los dirigentes de la protesta
general contra el fascismo, les invita a establecer en Cataluña el
Gobierno provisional de la República, que hallará en nuestro pueblo
catalán el más generoso impulso de fraternidad en el común anhelo de
edificar una República Federal libre y magnífica”.
Eran poco más de las ocho de la tarde, y Companys se aprestaba a
responder a la más que previsible reacción del Estado. Para ello contaba
con una fuerza menguada, mandada por un hombre de reputación poco
clara, Josep Dencàs, odiado por los anarquistas a los que encarcelaba y
torturaba con entusiasmo. Como fuerza de choque, Dencàs tenía un
centenar de Mossos d’Esquadra y otros tantos voluntarios nacionalistas. El president
se había guardado bien de entregar armas a los anarquistas, que se las
pedían también para echar abajo la República, pero con otro proyecto muy
distinto del suyo, más cercano al del comunismo libertario que comenzó a
fraguar en Asturias de la mano de una inédita alianza entre las dos
grandes centrales obreras Españolas, UGT y CNT.
Companys, que actuaba al margen de la ley, y proponía una sorprendente
alianza republicana sin haberla negociado con nadie, tuvo una idea más
ese aciago día en que la meteorología ofrecía engañosa sus mejores
augurios: llamar a capítulo al capitán general de la Región Militar, el
general Domingo Batet, para que se pusiera a sus órdenes. Puede ser que
Companys pensara que Batet iba a obedecerle porque era catalán, pero se
equivocaba. Batet estaba a las órdenes de la República, y se lo hizo
saber.
Todo lo que siguió fue fruto del despropósito inicial: Batet rindió a las fuerzas que apoyaban la declaración unilateral de independencia con dos compañías de soldados, una de Artillería y otra de Ametralladoras.
Antes de usar las armas, el general publicó un bando irreprochablemente
democrático por el que conminaba a rendirse a los rebeldes, y se acogía a
la Ley de Orden Público de 1933 para declarar el estado de guerra en
Cataluña.
A Lluís Companys y su Gobierno les duró poco más de diez horas la
República Catalana dentro de la República Federal, entre otras razones
porque semejante cosa no existía. Antes de las ocho de la mañana, el president y todo su Gobierno iniciaban un incómodo periplo que comenzaba en el barco-prisión Uruguay y acababa en el penal del Puerto de Santa María.
El día 7 de octubre amaneció también apacible, aunque en Cataluña la insurrección había costado 80 muertos.
No parece que Batet se sintiera, ni mucho menos, cercano a la CEDA de
Gil-Robles, pero estaba absolutamente entregado a la legalidad
republicana, lo que le costaría la vida apenas dos años después, al
toparse con otro golpista, éste triunfante: Francisco Franco.
Carles Puigdemont ha decidido que su caballería para dar la batalla en la calle sea la CUP.
Y ahí está su mayor error, porque él representa a un conjunto
interclasista, compuesto por gente que no le va a tolerar una inesperada
catástrofe económica, en la que su antecesor no llegó a pensar.
La fuerza
social del soberanismo es la de Òmnium y ANC, dos asociaciones de
orígenes distintos que protegen la hoja de ruta del proceso
independentista.
Los presidentes de la Asamblea Nacional Catalana, Jordi Sànchez (d), y de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart (2d)
A todos les unía el catalanismo, su voluntad de desbordar la dictadura
desde el único lugar donde empezaba a correr un poco de aire: la
cultura. Eran, esencialmente, mecenas. Y crearon Òmnium en el año 1961.
Le inyectaron dinero, muchísimo, para abrir terminales en toda Cataluña y
fomentar la lengua y la cultura catalanas: Joan Baptista Cendrós fue un hombre tan importante en Cataluña que se convirtió en un olor. Un olor muy intenso y mentolado. Era la fragancia de la crema Floïd, after shave
que Cendrós ideó en la barbería que heredó de sus padres: la exportó a
50 países y le hizo millonario. Cendrós acogía en su casa a otros
hombres ricos, amigos suyos, unidos por una voluntad exquisitamente
revolucionaria. Uno de ellos era Fèlix Millet i Marista, un empresario
que huyó a Italia para salvar su vida en la Guerra Civil
y regresó para combatir en el bando franquista. Con ellos estaba otro
patricio, Lluís Carulla, que usó su conocimiento de la botica familiar
para crear, junto a su esposa María Font, Gallina D’Or, que luego
rebautizó como Gallina Blanca antes de inventar Avecrem. Joan Vallvé
fabricaba dinero, literalmente: su factoría en Poblenou acuñaba la
peseta. El quinteto lo cerraba el industrial Pau Riera, hijo de Tecla
Sala Miralpeix, una empresaria de vida extraordinaria que levantó su
imperio textil en un mundo de mujeres empleadas y hombres directivos.
Fuera de Òmnium esa burguesía intelectual,
junto otros apellidos de fuste, fundó un universo propio sobre el que
orbitaría la futura Cataluña: la Nova Cancó, los premios Sant Jordi y
Carles Riba, la Gran Enciclopedia Catalana, el Instituto de Estudios
Catalanes, el Orfeò, el Palau, el Liceu, Banca Catalana; estuvieron
detrás de los inicios de Terenci Moix y de Raimon,
entre otros. Intentaron que la Academia Sueca le diese el Nobel a
Salvador Espriu. Hicieron también grandes tropelías; se adueñaron del
espacio, y el dominio cultural que llegó hasta el pujolismo fue de tal
asfixia que Cendrós le negó el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes,
también creado por él, al escritor catalán más importante del siglo XX,
Josep Pla, alegando su implicación en el franquismo. Muchos años
después, Fèlix Millet hijo hizo recuento de la élite: "Somos unas
cuatrocientas personas, no seremos muchas más, pues nos encontramos en
todas partes y somos siempre los mismos”.
La burguesía de Cendrós y Millet se propuso dar aire a la cultura en
el franquismo después de que el catalanismo reapareciese públicamente
gracias a dos escándalos. El primero fue el Caso Galinsoga, que estalló
tras una misa en catalán por la que protestó el director de La
Vanguardia Española, Luis Martínez de Galinsoga, al grito en sacristía
de “todos los catalanes son una mierda”; la sociedad reaccionó con un
boicot encabezado por unos muchachos católicos agrupados en Cristians
Catalans: La Vanguardia perdió 20.000 suscriptores antes de que el conde
de Godó despidiese a Galinsoga y fichase como nuevo director a Manuel
Aznar, abuelo del expresidente de Gobierno.
Cristians volvió a ser noticia meses después durante el centenario
del poeta Joan Maragall. En el Palau se había prohibido que el Orfeò
terminase el acto con el Cant de la Senyera. Sin embarco, varios jóvenes
se levantaron a cantarlo mientras tiraban octavillas contra el dictador
que había escrito el líder de Cristians, un joven de treinta años
llamado Jordi Pujol. El periodista José Antich, en su biografía de Pujol
(El Virrey, Planeta), relata que Pujol pensó en salir del país tras
enterarse de las primeras detenciones, pero en su camino se encontró a
Marta Ferrusola: “Es el momento de quedarse. Cuando nos casamos me
dijiste que Cataluña podría pasar por delante de nosotros.
Pues bien, ahora es el momento. Yo estaré a tu lado en todo, pero es
ahora cuando hemos de dar el do de pecho”. Pujol se enfrentó a un
consejo de guerra, le condenaron a siete años de cárcel y cumplió tres.
Era 1960. El resto es historia política de España, e historia judicial.
Con la promoción de Òmnium y numerosas editoriales y asociaciones
dentro de Cataluña, el nacionalismo de izquierdas en el exilio empezó a
sospechar de la imposición cultural conservadora que se estaba
produciendo en su país. En un libro sobre la vida de Joan B. Cendrós (El
cavaller Floïd, Proa), el escritor Genís Sinca relata las tensiones
entre Tarradellas y el benefactor
Cendrós en París a cuenta de la expansión de Òmnium. Cendrós estalla,
tal y como recuerda Núria Escur en La Vanguardia: “El piso de París lo
hemos abierto porque a mí me salió de los cojones. ¿Y sabe cuándo lo
cerraremos? Cuando a mí me vuelva a salir de los cojones”.
Ahí estaba el poder de la sociedad civil, y su facilidad de
infiltración en todos los ámbitos a través de la lengua y la cultura,
representado en un gran empresario dispuesto a apostar su dinero por una
causa. Es imposible no atender al proceso soberanista sin pararse en la
implantación y poder de convocatoria de Òmnium,
que tras un período de irrelevancia encontró en el asidero de la otra
gran plataforma civil, la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC), su
resurreción como poder de facto en la causa que resumió Cendrós antes de
morir: “He estat feliç al meu país, perquè poder lluitar pel país propi
és un plaer dels déus”. Lo hizo primero a través de Muriel Casals y
ahora de Jordi Cuixart, que acaba de declarar como imputado por delito
de sedición con Jordi Sánchez, dirigente de la ANC. Los dos encarnan,
junto a un batiburrillo de asesores de opiniones inflamadas con acceso
al Palau, la presión civil sobre la política, el músculo formidable del
soberanismo en la calle que organiza junto a la izquierda republicana y
anticapitalista la estrategia de movilizaciones.
El sueño de Cuixart (“sóc el fill d’una murciana, carnissera, i d’un
badaloní, obrer de la Coguesa. Entre ells parlen en castellà però van
decidir parlar català als seus fills”) siempre fue el de convertirse en
un empresario de la patria a imitación de los cinco fundadores de
Òmnium. Lo ha conseguido comprometiendo su libertad y la convivencia en
Cataluña. Pero como Sànchez, se encuentra dispuesto a todo. Los dos
saben que lo que está ocurriendo ahora es la plasmación de muchas
pruebas fallidas. Jordi Sànchez procede de la Crida da Solidaritat, el
primer gran ensayo del procés. Se creó en 1983.
Detrás de la ANC está el espíritu inicial de la Crida
y su capacidad de agitación. Si en los ochenta sacó a 12.000 personas a
la calle, cientos de ellas con antorchas, para protestar por las
denuncias de torturas policiales, en los últimos años ha organizado todo
tipo de actos masivos por la Diada, desde la Vía hasta una cadena
humana de 400 kilómetros por la independencia. En Barcelona estos días
el sentir en muchos círculos es que la dirección del proceso soberanista
no pertenece ya a ningún dirigente político y sí a la extraordinaria y
ruidosa fuerza civil independentista, que vela por la ortodoxia de la
hoja de ruta y no piensa en otra cosa que no sea la Declaración
Unilateral de Independencia.
De la década de los 60 quedan muchas cosas en el escenario. Empezando
por el reproche de Tarradellas a Pujol: “La gente se olvida de que en
Cataluña gobierna la derecha; que hay una dictadura blanca muy
peligrosa, que no fusila, que no mata, pero que dejará un lastre muy
fuerte”. El hijo de Félix Millet i Maristany es uno de los símbolos de
la corrupción de Cataluña: saqueó los fondos del Palau y organizó allí
la boda de su hija cobrándole la mitad del dinero a la familia política
mientras pagaba todo con dinero público. Joan Vallvé, hijo del
industrial Vallvé que acuñaba moneda, fue conseller de Pujol y es
vicepresidente de la entidad que fundó su padre, Òmnium.
Por su parte, el nieto del caballero de Floïd, Joan B.
Cendrós, es David Madí, arquitecto del movimiento más convulso de la
historia de la democracia española: el tránsito de CiU al
independentismo y la ruptura de amarras con el Estado. Un movimiento que
ha arrastrado consigo a muchas ideologías y sensibilidades, pero cuyos
dirigentes más conspicuos, en la sombra y fuera de ella, coinciden en
privado en el odio a España. Escenificado a veces de forma pública para
espanto de propios y ajenos, como en este artículo de 2015 en El Punt Avui
de Jordi Cabré. “Somos mejores (…) Y en el caso hipotético de que no lo
fuésemos, sería un problema. Sería una vergüenza (…) Tenemos una
densidad de genios por metro cuadrado infinitamente superior (…) Somos
mejores, sí, o al menos tenemos el derecho de serlo”, escribe tras
enumerar el desfile militar del 12 de octubre,
el palco del Bernabéu, el “genocidio cultural” español o el AVE. Cabré
fue director de promoción cultural de la Generalitat durante el mandato
de Artur Mas.
Hubo un tiempo en que todos los hombres olían a Floïd. Sinca, autor
de la biografía de Cendrós, contó el origen de la fragancia en el diario
Ara. El padre de Cendrós iba a los Escolapios a cortarles el pelo
gratis. Un día los religiosos le regalaron un ungüento de flores,
hierbas, limón y alcohol que ellos usaban para todo, desde heridas hasta
suavizar la piel después de afeitarse. Aquel regalo le hizo millonario,
y Joan Baptista Cendrós, agradecido, dedicó buena parte de su dinero a
las causas catalanistas. Había caído del cielo, y ya dijo antes de morir
que luchar por su propio país es un placer de los dioses.